Entrevista a Tomás González. Octubre 20 de 2012
Juan: Tomás, vienen dos libros tuyos…
TG: Sí. El de cuentos sale en diciembre de 2012 y una novela a finales del 2013. La novela, Temporal, sucede en el golfo de Morrosquillo. El de cuentos, El lejano amor de los extraños, tiene el título de uno de los cuentos, que son de amor y desamor, un tema en el que se insiste e insistirá mientras haya literatura o arte en general, igual que en el de la muerte. Llevaba mucho tiempo bregándole a esos cuentos. El cuento corto es muy difícil, y no lograba terminarlos o sentir que los había terminado.
J: Pasemos a Los caballitos del diablo. Uno de sus temas es la relación entre hermanos. Se muestra cómo una relación puede estar cargada de mucho afecto y, al mismo tiempo, ser complicadísima. ¿Cómo hiciste para trabajar ambos temas?
TG: Pues así fue como yo lo viví. La relación con mis hermanos era de odio-afecto. Era muy difícil, es muy difícil de entender... Con uno de ellos me interesaba mucho lo que él pensara de mí y, al mismo tiempo, le tenía mucho rechazo.
María: La relación entre hermanos en La luz difícil es una relación muy bonita, muy fuerte…
TG: Lo que pasa es que siempre será distinto.
Lo de Los caballitos del diablo fue una relación particular con mis hermanos o con uno de ellos. En los de La luz difícil yo me orienté por los hermanos de Dora, mi esposa; su familia es muy unida y ellos se quieren muchísimo. Es decir, se da de todo; es como las relaciones de pareja. Entre hermanos puede haber esta relación que yo te digo, como la de Los caballitos del diablo, o una relación de mucho afecto, como en la familia de ella. Pelean y todo. Pero pelean, se agarran, se insultan y, al momentico, gracias a que se insultan, se perdonan. En cambio, en la casa mía era una cosa soterrada, muy paisa. Uno se aguantaba y no decía nada, creando malestar.
J: Sigamos con Los caballitos del diablo. En este libro apreciamos un trabajo explícito con el lenguaje; la cadencia y el ritmo son protagonistas.
TG: En esta novela traté de olvidarme de la trama propiamente dicha y ensayé que el desarrollo fuera producido por el ritmo, que se fuera abriendo a medida que el ritmo iba agarrando resonancia. Por eso la parte musical es más importante. Yo quería que la novela participara más de la música que de la historia. A veces es agobiante tener que inventar una historia y hacer todo el trabajo de arquitectura, mampostería, plomería y demás.
M: ¿Y te sientes contento con el resultado?
TG: Sí, porque hice lo que me había propuesto hacer. Lo que pasa es que esta novela es más compleja de leer que mis otras novelas. La música del lenguaje juega un papel más importante para el avance del Tiempo que el desarrollo de la trama, y por eso resulta más exigente para el lector.
M: La novela podría interpretarse como demasiado intelectual, ¿no se genera cierta barrera entre ella y el lector?
TG: Es posible que eso ocurra; pero prefiero no considerarlo un problema, sino una característica del libro. Todo va en el gusto de cada lector. Algunos podrían preferir ese tipo de aproximación que para otros sería barrera. Tal vez la mayoría prefiera un acercamiento más directo, como en La luz difícil, donde el sentimiento está más cerca. Se toca. En Los caballitos del diablo hay que pasar un poco por el trabajo estético, que es intelectual e implica un mayor esfuerzo de parte del lector. Yo hubiera preferido que me salieran las dos cosas al tiempo, pero no siempre se puede.
J: Ya para cerrar con Los caballitos del diablo, vemos que en la novela los personajes residen entre plantas y conviven con ellas. Las plantas tienen nombres propios y el texto un tono contemplativo.
TG: Lo que pasa es que yo he vivido así. Aún en Nueva York yo me la pasaba mucho en los parques; yo he vivido metido entre las plantas y ahora estoy en una finca llena de ellas. yo, cuando vivía en Envigado, estaba en una casa en las afueras que estaba llena de plantas también.
J: ¿Tienes buena mano para las plantas? ¿Alguna que te haya pegado?
TG: Más bien sí. Pues no así espectacular; pero sí. Trato de no intervenir mucho. Lo que yo entiendo por jardín es esto: hacer una intervención mínima, para así darle una forma en la que yo me pueda sentir afín al jardín.
Tengo unos árboles chiquitos que, dentro de 15 años, van a florecer amarillo. Unos guayacanes. De esos hay en la Costa [atlántica], muy bonitos; entre Montería y Tolú hay unas hermosuras de guayacanes. La vez pasada que estuve florecieron todos al tiempo; pasé cuando estaban todos florecidos. ¡Eso es mucho espectáculo!
M: Entonces se puede decir que has completado la tarea del hombre: plantar un árbol, tener un hijo, escribir un libro…
TG: Solo tuve un hijo, pero más de un árbol y más de un libro.
M: Bueno, no se pide más: un hijo, un árbol, un libro.
TG: Sí, nadie dice cuántos. Y el hijo es grandote, así que casi doble. ¡Y con unos tatuajes lo más bonitos!
J: ¡Salió grandote el muchacho! ¿Entonces la imagen de los tatuajes en La luz difícil viene de él? El narrador habla con mucho cariño de él y le dice: “mi muchacho” …
M: Hay muchos elementos de la vida dispersos en los libros…
TG: Muchos, sí. Y Lucas disfrutó mucho leyéndolo. Él decía que se sentía como en una película de tres dimensiones porque estaba todo, pero organizado de manera distinta. Estaba él, pero convertido en tres personas. Con sus tatuajes. Y así, grandote. Pero eran tres, tocando guitarra.
J: Leyendo tu novela Primero estaba el mar, para un colombiano, es fácil pensar en un finquero de ciudad, una versión hippie de Arturo Cova, lector y aventurero. Esta historia se lee ahora desde fuera y también toca una fibra honda de los lectores. ¿Qué hay de universal en ella?
TG: Creo que es la nostalgia por el paraíso. La búsqueda de eso que todos perdimos. La ilusión de que, en algún momento, uno va a poder volver a entrar al paraíso terrenal. Es una búsqueda que repetimos una y otra vez; y así pasamos, cada vez, por la misma tragedia: buscamos la felicidad y más bien encontramos la muerte.
¿Te acuerdas de Los pasos perdidos de Carpentier?
J: ¡Sí, claro! El asunto es que a veces uno tiene miedo de que todo esté conquistado ya, de que todo esté conocido. Pero, en Primero estaba el mar, demuestras que todavía se puede.
TG: Se puede intentarlo. Bueno. Y hay gente allá mismo, en Capurganá, que vive como en el paraíso. No siempre les va tan mal como a J. Hay gente que vive muy bonito.
J: Por cierto, en la edición alemana de Primero estaba el mar, a diferencia de la edición en español, se explica que J. es tu hermano. Y hasta nos da el lugar específico de la historia. El libro en español dejaba que el lector soñara o coligiera el lugar y no aclaraba que algún familiar estuviera ahí. ¿Qué tanto apruebas y qué tanto crees que sea pertinente insistir en lo biográfico?
TG: Eso fue más bien decisión de Peter [Schulze-Kraft, su traductor], quien consideró muy importante incluir esa información en la versión alemana. Yo soy de la opinión de que una novela no necesita más información que la novela misma, y en una edición española me opondría a cualquier tipo de prólogo o información adicional. Pero Peter insistió en que había que tenderle una especie de puente al lector alemán, y yo confío en su criterio.
J: Es difícil no leer esta novela como fundacional. Muchos temas que resurgirán en otros libros tuyos (cementerios, plantas, grietas, orillas, fuerza de la vida, muerte, familias y casas) están ahí. Tú ya has dicho que te repites deliberadamente, ¿cómo se ha ido construyendo esa sucesión de temas y cómo los has hecho tuyos?
TG: Es como un caleidoscopio. Los mismos elementos están siempre allí, pero las circunstancias cambian y el dibujo se hace completamente distinto con cada giro. Es imposible inventar cosas nuevas, uno tiene lo que tiene y es sobre ese mismo material que se trabaja contando distintas historias. La luz difícil y Primero estaba el mar tienen las obsesiones que mencionas, pero las historias son muy distintas una de la otra, aunque los elementos sean el amor por la vegetación, el amor por el mar, la frontera con la muerte…
J: Desde el mismo epígrafe de Primero estaba el mar está ese aire arquetípico. La vida resurge y todo suena a cuento ancestral.
TG: Sí, y de sentimiento religioso también, místico. Es el mismo que se mantiene en los otros libros y el mismo que mantengo en mi práctica de Zen.
Es la conciencia de posibilidad de tocar el infinito en los poemas y en las novelas, de llegar a ese límite donde el individuo alcanza el punto donde va a dejar de ser individuo. Y lo que queda es el epígrafe de Primero estaba el mar.
J: Claro, es de la cosmología kogui, ¿no?
TG: Eso es muy bello. Y parece de poesía Zen.
Una búsqueda que he hecho siempre es tratar de que los acontecimientos concretos y pequeños de los personajes estén enmarcados dentro de esta perspectiva profunda mística; es decir, desde hechos comunes y corrientes. En cualquier momento puede haber la contemplación del mundo grande.
Y eso ha venido funcionando desde el principio, como lo señalas, desde el epígrafe de Primero estaba el mar.
M: Y la práctica del budismo Zen, ¿de qué manera apoya tu trabajo como escritor?
TG: Tiene algo de técnica. No debería hacer eso, porque se supone que el Zen no es para eso, pero resuelve problemas. Yo lo hago de dos maneras. Lo hago, a veces, para resolver problemas, que eso no es Zen. Y otras veces sí es solo como decías ahora: solo ser. Los escritores agarran todo lo que puedan agarrar para poder escribir. Todo.
J: Muchas de tus novelas narran hechos violentos y muertes, pero tal vez ninguna tan brutal y feroz como Para antes del olvido al narrar hechos de la Primera Guerra Mundial. Si entendemos tu obra como una reflexión sobre la convivencia con la violencia, “sorprende” (y que sean claras las comillas) que sea en Europa donde esta violencia es más explícita y arrasadora.
TG: Siempre me ha molestado que los europeos tengan la tendencia a considerar que la violencia de nosotros es distinta a la de ellos. Incluso le dicen a uno que qué es lo que tiene el agua en Colombia, que nos hace tan violentos. Esto viniendo de sociedades donde la violencia ha sido infinitamente mayor que la de nuestros países. El gobierno de Estados Unidos ordenó lanzarles bombas atómicas a dos ciudades, es decir, ordenó matar 200 000 personas en diez minutos. ¿Cuándo hemos nosotros asesinado de esa forma? Y no porque no esté en nosotros hacerlo –pues eso está en el ser humano–, sino porque no tenemos la tecnología. Las matanzas durante la Primera Guerra y después, muy poco después, en la Segunda, fueron a gran escala. El infierno absoluto. Por eso molesta la buena conciencia de la que a veces sufren personas que, por lo demás, uno estima mucho. Esas personas sinceramente piensan que nosotros en Colombia tenemos algún problema psicológico que ellas no tienen. Lo cual es absurdo. En Europa desde hace muchos siglos, milenios, vienen desatándose periódicamente los horrores más profundos y masivos. Algo en el agua, tal vez.
M: Ya has comentado que Europa te parece muy oscura, asfixiante, te sientes muy extranjero aquí. ¿Es Europa una posibilidad en el futuro?
TG: Yo no podría vivir en Europa, pues por algún motivo me produce tristeza. Tal vez sea la casualidad de que he venido siempre en otoño, entonces no sé cómo es aquí el verano ni la primavera. No conozco la parte más luminosa. Hace apenas dos o tres años me hubiera encantado vivir un año en Berlín, que es la ciudad que me gusta –l a menos oscura, a mi modo de ver, y eso a pesar de la historia que tiene–. Ya no. Me cuesta mucho trabajo ya salir de mis montañas. Y si me viera obligado a irme de mi país, elegiría Nueva York o tal vez Nueva Orleans.
J: ¿Continuamos con Para antes del olvido? Desde el título se hace explícito el deseo de rescatar con la memoria y la literatura a seres que se quieren. ¿Cumple la literatura esta función?
TG: En Para antes del olvido lo que yo buscaba era, más bien, mostrar dónde se empieza a perder esa memoria, el punto donde se empieza a disolver el recuerdo y, con él, la realidad.
J: Sí, la palabra “disolución” se repite mucho. TG: Sí. Y esa era la meta de la novela. Se trataba de mostrar el punto donde la destrucción y la construcción son idénticas en apariencia. Cuando una catedral se levanta, y se está en la mitad de su construcción, su apariencia es muy parecida a la de una que se está derruyendo y va a mitad de camino hacia su destrucción. Allí era donde yo quería llegar: al punto donde pareciera lo mismo, pero en realidad se fuera hacia el olvido.
J: Revisando tu obra uno ve muchas familias en casas de campo, como en La historia de Horacio. El recuerdo, en este caso, tiene algo de idílico y cálido …
TG: Es por el hecho de que se reproduce mi infancia. Esa calidez que mencionas es el cariño que se le tiene a lo que se vivió entre los seis y catorce años. Esa magia no vuelve y tampoco ese terror.
J: Los personajes de esta novela tienen un mundo propio y pequeño.
TG: Yo creo que salió así porque había un mundo muy cerrado alrededor de mis tíos, mi papá y mi tío médico. La historia de Horacio es muy autobiográfica; ellos, mis tíos, vivían pendientes unos de otros; eran unos hermanos que se querían mucho.
Ellos eran Fernando [Fernando González era tío de Tomás y un personaje de la novela está inspirado en él], mi papá y Jorge. Y el cuñado, que era como un hermano de ellos: el médico. Y, como cada uno era tan especial, y estaban todos juntos, eso formaba una cosa muy impresionante para un niño.
Y éramos todos los primos. Y todo era un universo.
Además, estaba el hecho de que Fernando era muy conocido. Entonces, estábamos todos los hijos de Fernando, que era gente muy inteligente, y Fernando, mi papá, mis tíos, más los periodistas y la gente que llegaba a hablar con Fernando.
Ahí se formaba una cosa mágica para un niño. Uno oía al tío sabio y se sentía orgulloso. Él no tenía tiempo para detallar a cada uno; todo, para él, era un poco de niños andando por ahí.
Pero lo queríamos mucho. Y le robábamos cigarrillos. Él se daba cuenta de que le robábamos cigarrillos y no decía nada. Se hacía el bobo. Yo tenía… Entre siete y los catorce años … catorce años tenía yo cuando él se murió. O sea que la época de robar cigarrillos es ésa, sí, entre los diez y los doce. Sí.
¡Nos los fumábamos por ahí en el cafetal y nos hacía un daño! Salía uno mareado.
J: Y las libreticas de Fernando González, ¿cómo eran?
TG: Larguitas [hace un rectángulo con las manos]. Y escribía con tinta azul.
M: ¿Conservas algo de eso?
TG: Las libretas las tienen en Otraparte. Allá las vi; me las mostraron cuando fui. Más bonitas.
J: Ese trabajo que han hecho en Otraparte es muy bueno.
TG: Es bueno. Ellos son muy queridos. Gustavo y Sergio.
J: Y el hombre, Fernando González, también botaba muchas libretas. O eso es lo que dicen...
TG: … las quemaba.
J: Pasemos a Abraham entre bandidos. El lenguaje recuerda mucho a una generación y un lugar. Y no solo los personajes, sino también el narrador. ¿Cómo recogiste estas palabras?
TG: Yo no sé. Parte fue porque me acordaba de cómo hablaba mi suegro: él es de esa región del Valle, de la región paisa del Valle. Y lo otro es algo en la memoria. No sé.
M: Abraham entre bandidos es, por su parte, una novela estrechamente relacionada con la realidad política colombiana, la época de la Violencia. Con tantas obras escritas sobre el tema, ¿no pensaste que el lector ya estaba cansado de este tipo de relatos?
TG: Yo sabía que la gente estaba muy cansada de eso, pero era una historia que me venía dando vueltas desde hacía veinte años. Y no la había logrado escribir bien. Había hecho ya dos ensayos; llevaba mucho tiempo escribiéndola. O sea, que ya casi que me daba lo mismo si le gustaba o no a la gente; yo quería terminar de escribirla y hacerlo por fin. Pero tuve mucha dificultad escribiéndola.
Yo, inicialmente, quería hacer una novela colectiva: veinte años de violencia vividos en un pueblo. Pero entonces, para eso, se necesitaban muchísimos personajes y hubiera sido un libro de mil quinientas páginas. Y yo no sé escribir libros tan grandes. Las versiones primeras estaban llenas de personajes y de descripciones sucintas. Pero eso no funcionaba; se quedaba quieta la novela.
M: Resultó un libro muy preciso en la descripción de los personajes y de las situaciones.
TG: Me documenté bien.
Se han escrito cosas muy buenas y muy vívidas sobre la Violencia. Leí mucho y de ahí salieron algunos personajes. También estaban las historias que contaban en la época de mi niñez, en la finca de mi abuela –en Santuario, Risaralda– sobre los horrores que habían ocurrido en aquella región. Recuerdo, ahora, la historia de una muchacha vecina que se encontró un costal por un camino; ella lo abrió y resultó que el costal estaba lleno de cabezas humanas cercenadas. Y ella, a causa de la impresión, empezó a perder la pigmentación de la piel. Se puso carateja. Había muchas historias de ese calibre que nos contaban a los niños. Y eran muy gráficas. A la gente le gustaba mucho contar esas historias.
Y va a ser un tema eterno en Colombia. Cada escritor, en algún momento, va a querer escribir su versión de cómo sintió esa violencia.
M: ¿Qué papel desempeña la fotografía en esta obra?
TG: En este libro de Abraham miré mucho las fotos de los bandidos. Y la foto de Vicente y Susana la miraba a cada rato cuando estaba escribiendo sobre ellos [y apoya la mano en la mesa, como mostrando la foto]. En Para antes del olvido, miré las fotografías de Melitón Rodríguez: de los estudiantes de medicina, por ejemplo. Son muy buenas e impresionantes. Ese cadáver, todo desbaratadito.
J: Sí, la vida de campo es indisociable de la violencia. ¿Se está uniendo todo?, ¿podría decirse que en el campo se convive con la violencia? O será que hilamos fino los lectores.
TG: No. Lo que sí pasa es que, en cada personaje de esta novela, está la posibilidad del horror, del mal. Y del bien.
Piojo, por ejemplo, es un pequeño monstruo, pero eso no lo muestro mucho: yo muestro el lado del niño.
J: Sí, y hablando del Piojo, él describe el surgimiento de una enemistad de una manera muy tosca y burda. Y ahí yo pensaba: ¿qué tanto simplificamos nosotros el mal y la violencia en nuestras historias?
TG: Yo creo que mucho. Porque tiende uno a no ver el ser humano en el bandido, en el bandolero. Uno ve al monstruo, al diablo. Me da pesar que haya gente que esté condenada al mal. Es terrible.
J: En La luz difícil, que tiene varias alusiones a tu poemario Manglares, se narra cómo todo confluye: cómo el dolor y la muerte residen con la vida y la alegría. Aquí se hace explícita una estética común a tu obra. ¿Cómo se fue construyendo y haciendo evidente?
TG: Al principio fue todo intuitivo. Fui avanzando y, de cierto tiempo para acá, he empezado a contemplar lo que he hecho, a mirarlo desde afuera, como si yo fuera un crítico. He visto los elementos que se repiten y que me obsesionan y ya los empiezo a utilizar intencionalmente para ver qué pasa; quiero ver si, haciéndolo, puedo explorar otros territorios. Quiero mirar cómo se pueden abrir mis posibilidades futuras de escritura, a dónde me pueden llevar, o cómo tomar posesión de las herramientas que fui creando intuitivamente.
No sé si sea bueno o malo. Tener demasiada conciencia de lo que se hace no siempre es beneficioso, pero hay que ensayar y ver lo que pasa.
M: Entre la publicación de Abraham entre bandidos y de La luz difícil hay muy poco tiempo. Por lo general, entre la mayoría de tus obras siempre hay mínimo tres años, ¿trabajaste en La luz difícil antes?
TG: Creo que sí. El tema de la ancianidad de David, que es el protagonista, lo venía pensando desde antes. Quería hacer una novela sobre David anciano, pero no sabía más. Pensé que su vejez iba a ser en uno de esos apartamentos frente al mar, en Coney Island, pero me vine a Colombia y me di cuenta de que no iba a ser así. Conmigo se vino David, que terminó por alcanzar su ancianidad avanzada en La Mesa de Juan Díaz.
Y ahí ya se aclaró todo: en ese momento me llegó la anécdota de este muchacho que se accidenta, y se fueron juntando las piezas de la novela. Pero yo, por mi lado, venía desde hace mucho rato pensando en eso, en el asunto de la ancianidad. Para mí, ese era el tema principal.
M: ¿Te preocupa personalmente?
TG: Me interesa. Bueno, me preocupa, a ratos, que me vaya a dar Alzheimer o una cosa de esas que le dan a uno a esa edad. Eso me preocupa: la enfermedad.
Pero, si no me pasa eso, me interesaría mucho ver cómo es la conciencia de una persona de esa edad, mirando lo que vivió. Si la persona está todavía lúcida (como estaba Fernando González, por ejemplo; cuando él estaba anciano, para mí fue un espectáculo verlo a él mirarse y mirar lo que había sido su propia vida).
Entonces, en el caso de David, yo pensé que podía hacer eso. Yo pensé que podía explorar cómo sería la vida de David anciano y lúcido mirando lo que había sido su historia. Y mirando esa parte de la historia, bien dura, como fue la muerte de su hijo, se me juntaron todos los elementos para la novela.
J: Ya hemos hablado del amor que subyace en la novela; otro elemento es el humor. El humor, en esa novela, es algo así como el chiste que se hace en un velorio de un ser querido, un chiste que resume el amor que le tenemos. ¿Cómo se da ese humor?
TG: El sentido del humor es una herramienta de supervivencia muy grande que tiene este animal que llamamos ser humano. Con la risa se saca uno el clavo de la muerte y de todo. El humor es liberador.
J: Mientras todo el dolor se vive y se describe, el protagonista está pintando y trabajando. Y uno se pregunta si ahí radica la creación.
TG: Yo sí creo que es una manera –así como el humor– que los seres humanos tienen de sobrevivir, de superar la aniquilación que está siempre encima. Funciona muy parecido al humor: es una manera de sacarnos el clavo, de ganar la pelea. Es recreando artísticamente el asunto. Es de vida o muerte, en realidad.
M: En Manglares se observa un proceso consciente de escritura. Poemas aparecen y desaparecen, algunos son objetos de profundas transformaciones. ¿Es tu propio juego con el lector o contigo mismo?
TG: No, no es con los lectores, es conmigo más bien. Creo que cada versión refleja lo que yo soy en ese momento. Seguramente ya no me estaba sintiendo muy reflejado en los poemas que salieron o que se transformaron. Prefiero que el libro me refleje tal como te lo mandé y no con los poemas que saqué.
M: ¿Por qué esa necesidad de tener una obra en creación constante precisamente con la poesía y no con otros géneros?
TG: Porque yo me siento más reflejado en la poesía.
En la novela hay una cosa indirecta: estoy creando un personaje, y ese soy yo en cierto modo, pero no completamente. Y como siempre uno cambia, entonces a medida que yo cambio, el libro va a ir cambiando. Ésa era la idea.
M: ¿Podríamos sentir Manglares como la parte más autobiográfica y personal de Tomás González?
TG: Sí. Sí.
J: Con recuerdos de fechas explícitas y lugares.
TG: Sí, y momentos particulares que fueron importantes para mí. Y lo siguen siendo.
M: Tú has expresado tu respeto por la poesía; te parece de los géneros más difíciles. ¿Hay cierto temor por sacar un libro de poesía concluido o es una estrategia que le pide comprensión al lector?
TG: Son las dos cosas. Por un lado, es como si dijera: “esto es provisional, pero aquí pueden ver de lo que sería capaz después. Denme tiempo”. Por el otro, pienso que terminar un libro es un poco triste, fúnebre. Tenerlo siempre inconcluso hace que esté más vivo. Y hay la posibilidad de que los poemas vayan a quedar mucho mejores. Está vivo, también, en ese sentido. ¡Vivo en todos los sentidos!
M: ¿Es Manglares tu libro?
TG: (Silencio). De poesía, sí.
M: Solo tienes uno de poesía (risas). ¿Y de narrativa?
TG: No tengo favoritos. Ahora estoy escribiendo otra novela, pero me preocupa que en ella tengo a otro señor viviendo en otra finca [pues Juan le decía que, para alguna gente, los libros de Tomás González tienen siempre a un señor en una finca].
Tal vez sea que ya no puedo dejar de escribir sobre señores en fincas porque ya no voy conociendo nada más. Y compré una que tiene cuatro lagos, como en Los caballitos del diablo, pero fue coincidencia.
M: ¿Se te están pasando los libros a la vida?
TG: “Se me están pasando los libros a la vida”, eso me dijo una amiga que llegó el otro día allá y me dijo: “no, es que esto…”. Tengo un cuarto lleno de pinturas también.
Es inevitable que cosas así pasen. Porque, si uno escribe sobre algo, es porque le interesó; y, cuando realmente lo tiene en la vida, pues pone los cuadros que había puesto en el libro. Es inevitable. Tienen que ir.
M: Entonces podrías antecederte: escribir el libro que quieres vivir.
TG: Pues con Los caballitos del diablo, fíjate, me antecedí. Solo que es más tranquila mi finca que la del señor de Los caballitos del diablo. No hay culpa. Porque la culpa en Los caballitos del diablo es muy grande.
M: Finalicemos hablando un poco de la crítica.
La crítica elogiosa que recibiste por Primero estaba el mar te motivó a seguir escribiendo, comentaste en una entrevista. En estos momentos, con casi una decena de libros publicados, con cierto público que te aprecia –tanto en Colombia como afuera– ¿qué papel juega para ti la crítica?
TG: Me orienta. Me orienta para lo que voy a escribir ahora, para lo que voy a empezar a trabajar. Mal que bien puedo ver los puntos más débiles de mi trabajo y también los puntos fuertes. La crítica me ayuda a tenerlos en cuenta para lo que estoy haciendo. Prestándole atención a la crítica estoy oyendo a los lectores, pues un crítico no es más que un lector que sabe expresar muy bien sus opiniones.