Al final de la adolescencia quedé impactado con Lucía McCartney, un cuento de Rubem Fonseca. Un hombre de negocios conquista a una prostituta con cartas; en ellas nunca habla de sentimientos o personas: sólo anota instantes o reflexiones. Olvidé si logra acercarse a ella; lo que sí me quedó grabado es que escribir así puede ser un buen método de levante.
El método es cómodo y simple: hablar de lecturas o reflexiones en las cartas. Así uno pasa por inteligente, observador y sensible; y –esto es lo mejor– así se evita hablar de sí mismo y comprometer la interioridad. Cero sentimientos: se da la imagen de una sensibilidad y al tiempo se evita cualquier alusión a los temblores propios.
Desde siempre uno sabe que hablar de lo que mueve nuestra sensibilidad y pasión es equívoco o, en el mejor de los casos, bifronte:
- Por un lado:
Al hablar de mis lecturas y pasiones, puedo intentar desnudarme, mostrar en qué pienso mientras me ducho y qué alcanzo a pensar antes de dormir; puedo decir qué me parece bello y qué aprecio de los ejercicios ajenos; trato de mostrar mi forma de sentir y ser feliz… Mejor dicho: quiero mostrar mis valores. Así, si alguien me atrae, le hablo de lo que me quita el sueño y lo que considero bello. Quiero desnudarme: nada es más bonito al empezar a querer y desear.
- Y por el otro:
El mismo signo puede usarse para el acercamiento frío. Ese cuento me recordó que hablar de esas pasiones, observaciones y artes también es una forma de evadirse y poner una barrera. O también un vulgar camino para las ínfulas y las arrogancias tontas; o también una manera de invocar frases para llenar silencios; o también una forma de decir: “no quiero hablarte de lo que soy, mejor te hablo de lo que leo”; o también una oportunidad para insistir: “no quiero nada contigo y tú lo sabes, así que hagámonos los de las gafas y sigamos hablando de libros mientras el deseo persiste”.
Triste paradoja: Uno enseña lo que uno piensa, lo que no suele compartir con nadie –lo más propio, en fin– para evitar comprometer la interioridad.