Montañas, medusas (primeros capitulos).
Novela de Mário Gomes
y Jochen Therman.
traducción de Juan Rodríguez Pira
Montañas, medusas
(Septiembre 6)
El vestido
(Brezal de las martas/Marderheide)
Sobre el escritorio de Błaszczykowski se amontonaban varios tomos de una enciclopedia médica y, junto a ellos, parpadeaba una pantalla de computador. Błaszczykowski, apoyando la frente sobre la mano izquierda, buscaba huirle al cansancio con un ataque al flanco del rey, pero el tablero de ajedrez se desvanecía bajo sus párpados. “¡Dr. Błaszczykowski!” Una voz femenina lo arrancó de la duermevela, las luces del techo se prendieron. “¡Debe ir ahora mismo a la sala de urgencias!” Bajo el dintel surgió una enfermera con caderas más anchas que sus hombros. “¡Es urgente doctor!” Błaszczykowski miró a la enfermera y guardó silencio. Después de que ella se informó sobre su bienestar (“¿todo está bien doctor?, se le ve muy pálido”), Błaszczykowski replicó arrastrando la voz: “¿Pero qué pasó?” – “Una mujer. Con convulsiones espasmódicas fuertes.” Błaszczykowski miró al monitor. No se le había ocurrido antes que podría mover el alfil del rey y amenazar al caballo con un bloqueo. “Bah, está bien.” Movió el alfil y se puso de pie.
Siguieron por el pasillo hacia la sección C. La enfermera informaba sobre la paciente y Błaszczykowski, sin dejar de caminar, intentaba abotonarse bien la bata. “Ella detiene la respiración por varios minutos, sus miembros son como de piedra. Nunca había visto algo así. Ni siquiera en casos extremos de catatonia.” Al final del pasillo doblaron por una sala de tránsito donde se acumulaban enfermos y heridos. De una esquina llegaba una tos seca. En alguna parte una mujer gemía como muriéndose de sed. Olía a orina, a podrido. “De vez en cuando”, continuó la enfermera, “comienza a chillar como diciendo ‘yo, yo’; siempre la misma palabra, ‘yo’. Aparte de eso, no dice más. Por lo menos nada inteligible.” Ella abrió una puerta de dos alas y condujo a Błaszczykowski por entre un corredor oscuro. Del patio interior llegaba una luz pálida al pasillo, una luz que no arrojaba sombras. “Bueno, ya llegamos.” La enfermera abrió una puerta que daba a una habitación excesivamente alumbrada. “Aquí.” En el centro de la habitación una mujer de vestido rojo se acurrucaba en el suelo. Un enfermero, acuclillado junto a ella, se dirigió a Błaszczykowski: “Doctor.” Błaszczykowski notó que su bata había quedado mal abotonada, pero prefirió ignorar este detalle. Aunque le molestara. Los enfermeros se quedaron mirándolo. “Vamos a ver”, dijo él con lentitud calculada y se inclinó sobre la mujer. La examinó rápidamente, alzó la parte superior del brazo. La descripción de la enfermera resultó acertada: La mujer parecía petrificada y respiraba escasamente. “¿Hace cuánto está así?”, le preguntó al enfermero. “Tal vez tres minutos. O cuatro, no lo sé. Antes de tirarse al suelo estaba jalándose el pelo y gritando como una salvaje. Tuvimos serias dificultades para sujetarla. Después de eso cayó repentinamente en esa rigidez.” – “Repentinamente”, murmuró Błaszczykowski. Algo le desagradaba en esa palabra. “Bueno, tampoco es tan excepcional, ¿no?”, dijo él y empezó a auscultar sus vías respiratorias. Su cuello desprendía un olor tibio y amaderado. Błaszczykowski buscó el dispositivo de barrido y tomó una muestra de su aliento. Siguiendo a un pitido, el aparato arrojó el resultado del análisis. “Almizcle”, leyó Błaszczykowski en la pantalla y procedió a medirle el pulso. En ese preciso instante ella lo empujó con fuerza, arrojándolo hacia atrás, y despidió un alarido que de hecho sonaba como un “yo” arrastrado. Se golpeaba el pecho con ambas manos, fuerte, como tomando impulso para remar. Tres enfermeras trataron de sujetarla y el enfermero fue por la camisa de fuerza. Después de unos segundos los gritos se detuvieron súbitamente y la mujer puso los ojos en blanco; volvió a sumergirse y se quedó tendida en el suelo. Ahora respiraba tranquila y no se inmutaba mientras intentaban ponerle la camisa de fuerza. “Por favor, déjenla tal como está”, dijo Błaszczykowski, pasándose el pulgar por los labios. “Está sangrando, doctor”, resaltó una enfermera. “Déjenla acostada, por favor”, dijo Błaszczykowski con ademanes estrictos. “Sí doctor, pero usted vio lo que pasó.” La boca de Błaszczykowski sabía a metal, el labio inferior estaba hinchado. “Tengo que examinarla”, dijo él. El rostro de la mujer era claro y de rasgos angulosos; sobre su frente sudorosa se acumulaban mechones de pelo. Su vestido rojo de verano dejaba entrever dos senos redondos, tiesos, que terminaban en punta. Su respiración era ahora regular, tranquila. El personal observaba al médico observando. “¿Nombre?, ¿edad?, ¿ocupación?”, preguntó Błaszczykowski. Una enfermera sacudió la cabeza y el enfermero tradujo el gesto con un redundante “no sabemos”. La camisa de fuerza seguía en su mano. “¿Y dónde la encontraron?” – “Sobre una calle, no lejos de la plaza principal. Además tuvo suerte: alguien pasaba y vio cómo se desmayaba.” – “¿Y ella no cargaba ningún documento?, ¿ni celular, ni nada?” El enfermero dio a entender que no con su silencio. Błaszczykowski volvió a mirar a la mujer sin nombre. Su cabeza estaba arrojada hacia atrás, curvándole la columna vertebral, y parecía estar sujetada por una mano invisible. Esta postura evocaba a aquellas fotografías que Błaszczykowski conocía de algunos libros de medicina de finales del siglo XIX. De no ser por el vestido, él habría podido creer que este cuerpo retorciéndose era una versión viviente de las fotos reproducidas en los trabajos de Charcot o de Gilles de la Tourette a finales del siglo XIX. Tal vez por eso la enfermera la encontraba tan peculiar. Tal vez le intranquilizaba el presentimiento de un anacronismo. Błaszczykowski habría querido preguntarle si tenía algún problema con los anacronismos, pero se contuvo. “Por favor llévense a esta mujer a una habitación individual; adminístrenle diez miligramos de diazepam y siete y medio de haloperidol.” El enfermero levantó la vista. “¿Ahora mismo?” – “Ahora mismo.” Błaszczykowski se chupaba la sangre del labio inferior. Tres enfermeras se esforzaban en subir a la mujer a una camilla. Parecían cargando una estatua de piedra. Ni siquiera el vestido rojo perturbaba esta ilusión, todo lo contrario; le confería el esplendor de lo sublime. El vestido no era un simple accesorio, era una parte constitutiva de su cuerpo; el vestido era un miembro, algo difícil de amputar. Bajo ninguna circunstancia podrían quitárselo. “Esperen”, gritó Błaszczykowski. Las enfermeras, quienes ya empujaban la camilla de ruedas bajo el umbral de la puerta, se detuvieron y miraron al médico. Błaszczykowski notó que el dorso de su mano estaba untado de sangre. Restregó su mano contra la bata y volvió a chuparse el labio. “Cinco miligramos de haloperidol son suficientes.” – “Bien”, dijo una de las enfermeras. A continuación la camilla de ruedas desapareció en el pasillo.
Błaszczykowski volvió a ocuparse de la paciente en la tarde. Ella yacía sobre una cama y miraba inmóvil al techo. El vestido rojo había sido reemplazado, entretanto, por un pantalón y una camisa de tela sintética verde. Una pantalla sobre la cabecera indicaba los niveles alcanzados por distintas mediciones: todos marchaban con normalidad. Błaszczykowski se acercó a la consola de control, verificó los ajustes. Una enfermera con trenzas negras lo observaba. “Podemos reducir la dosis de diazepam a cinco miligramos. Una vez al día. En la tarde.” La enfermera anotó las indicaciones en un cuaderno digital. Błaszczykowski se acercó a la ventana; afuera llovía. “¿Algo más?”, preguntó la enfermera. Las gotas se acumulaban sobre el cristal de la ventana, cayendo en diagonal. “¿Ya se sabe quién es esta mujer?” La enfermera negó en voz baja “m-m. El estado se mantiene: ‘nombre desconocido’”. Ella señaló el monitor encima de la cabecera. “Nombre desconocido”, repitió Błaszczykowski y se palpó el labio hinchado con la lengua. “¿Cómo puede ser que nadie sepa nada sobre esta mujer?” Él clavó unos ojos llenos de reproche en la enfermera, como si ella no solo le hubiera quitado el vestido a la paciente, sino también el nombre. La enfermera se defendió con un silencio. “Bien. Puede irse”, dijo Błaszczykowski. “Voy a volver a revisar los niveles de percepción, de pronto ya se puede hacer un barrido del cerebro.” La enfermera guardó el cuaderno digital. “Muy bien”, dijo ella, y abandonó la habitación.
Błaszczykowski se acercó al monitor y verificó los niveles de respiración y secreción de sudor. Bajó la mirada hacia la mujer sin nombre, quien entretanto había vuelto a adormecerse. Su rostro tenía un aspecto particularmente extraño: Sin el vestido rojo parecía otra persona. Los contornos eran menos pronunciados, la piel más suave. La belleza de esta mujer brotaba de a pocos, pero crecía a cada respiro. “¿Duerme usted?”, susurró Błaszczykowski. Su respiración era tranquila. Él apagó la luz de neón y, en su lugar, prendió la lámpara en la mesa de noche. La mujer pareció volverse a transformar con el cambio de luz, como una actriz que incuba un nuevo papel. Bajo esta luz cálida su piel lucía de piedra, incluso de mármol blanco, casi translúcido. Błaszczykowski se inclinó lentamente sobre su rostro; sintió su respiración sobre la mejilla. “¿Me oye?” Un aroma dulce brotó de su boca. Błaszczykowski cerró los ojos. Él temblaba al rozar sus labios con la boca, al revolotear la mano sobre su pecho. Su piel era una carga eléctrica, un haz que irradiaba por entre el tejido basto de la ropa de hospital. Błaszczykowski sentía punzadas en las yemas de los dedos; su busto ondulaba magnético en la cuenca de la mano. “No, Błaszczykowski”, dijo él tragando saliva. Se enderezó y apagó la luz. A través de la ventana caía un rayo azulado.
Los nísperos
(México)
No he podido dormir en las últimas noches. A eso de las cinco o seis me despierto y empiezo a dar vueltas en la cama. Me pican las piernas, anteayer me hice una cicatriz en la pantorrilla izquierda. Cuando me levanté, las sábanas estaban todas untadas de sangre café. Le dije a la muchacha que tenía el período y ella me torció la cara, me hizo una sonrisita pendeja; claro, ella seguro cree que yo escondo algo y hace como si me guardara el gran secreto. Cuando me acuesto bocabajo siento como unas punzadas por debajo del seno izquierdo. Por eso estoy bocarriba y miro al ventilador en el techo. A las seis y media prenden la podadora en el jardín. Traquetea y silba. A esa hora el jardinero hace la primera ronda. Él pesca hojas e insectos muertos en la piscina y luego se sienta a fumar bajo la sombra de un árbol. Por estos días me demoro más bañándome, como si yo fuera de sangre fría. La última vez pasé media hora bajo el agua. Cuando salí del baño, mi piel estaba toda arrugada. Me enrollé en la toalla y me arrojé a la cama: ahí supe que quería irme para Europa tan pronto terminaran los exámenes. Luego, durante el desayuno, le hablé del tema a mi papá. Estábamos en la terraza y una abeja zumbaba encima de su pan con mermelada. Él estaba de lo más ocupado espantando el insecto, como si revolotear la servilleta de acá para allá fuera el mejor pretexto para no contestarme. “Papá: Escúchame.” Él dobló la servilleta y la apoyó sobre la mesa; subió la mirada. Una nube de espuma de leche colgaba de su bigote. “Y tú, ¿qué sabes de Europa?” – “No mucho. ¡Pero quisiera saber más!” Fui algo descarada al insistir en mi opinión; estaba segura de que mi papá se iba a levantar ahí mismo y me iba dar una cachetada. Pero se quedó sentado. “El café se enfría.” Él y yo, tengo la impresión, somos cada vez más ajenos el uno para el otro. “Quiero irme de México.” Él toqueteó su servilleta, la dobló despacio y se levantó de golpe a espantar la abeja. Su taza de café y una jarra con jugo de naranja se voltearon, derramando fluidos amarillos y cafés. Mi papá abandonó la mesa resollando y desapareció en la casa. Mar, que estaba a unos pasos de nosotros, se apresuró a limpiar. “Vivi”, me espetó. En el charco de la mesa nadaba una abeja muerta. Me paré y clavé mis ojos en los de Mar. “¿Cuál Vivi?, ni mierda”, ¡todavía me dicen Vivi! Tengo las tetas más grandes que las de Mar, desde hace rato, y ella ya debe entender que soy una mujer y no esa pequeña “Vivi” que sale con diadema plateada y escarcha en las fotos de la sala. Esas fotos son como pésimas ficciones; desde hace rato sospecho que alguna vez pusieron a esos sujetos ahí para convencerme de que lo allí visto, de verdad, se corresponde con mi pasado. En una de esas fotos salgo toda de blanco y mirando bizca a la cámara. A mi lado sale una prima con un vestidito azul claro y mirando al suelo, avergonzada o simplemente distraída. Estamos en una plaza –tal vez la plaza principal de un pueblo– frente a una pizzería. Se lee bien grande Pizeria Caltanissetta; así, con una zeta. En otra foto salgo parada entre mi papá y mi mamá, en algún sitio en el campo. Por esa época mi papá no tenía bigote y tampoco era pelón. Mi mamá tenía una cara bonita, pero con esas ojeras profundas y esos labios pálidos daba la impresión de estar enferma. Luego, en el ataúd, se veía exactamente igual. Yo tenía entonces catorce años y acababa de descubrir que la vida no tiene sentido. Por esos días fui una vez a la cocina. El reloj de pared hacía tictac, la máquina lavavajillas zumbaba, la cocinera pelaba papas en el patio. Tomé un cuchillo y lo apoyé sobre mi pulso. Presioné un poco, pero no salía sangre. De pronto no tenía filo, de pronto lo estaba haciendo mal. De todas formas me quedó claro que, si una quiere irse de este mundo, debe doler de verdad. Todo esto era mucho para mí. Ya no pienso en morirme, para nada, sino que ahora nomás quiero irme para Europa, para donde mi tía en Madrid o, si por mí fuera, hasta la misma Rusia. No sé nada de Rusia, pero no debe ser peor que acá.
Dos hombres con metralletas suben por la pendiente. A uno le dicen Luisito, al otro no lo conozco. De un tiempo para acá hay mucha gente armada yendo de aquí para allá en el jardín; yo ya ni sé quién es quién. Todo empezó después de la masacre de Casillas de la Piedad, ésa en la que una tropa de sicarios abrió fuego a los invitados de una fiesta de cumpleaños y al final dejó los cuerpos bien juntitos sobre los rieles para que el tren Chepe los machacara; desde entonces mi papá decidió aumentar la seguridad y ahora tenemos francotiradores en los tejados. En el viejo galpón donde reparaban los coches al borde del terreno, donde antes quedaba el aserradero, pusieron un sistema de misiles antiaéreos, quién sabe para qué. Hay una intranquilidad en el aire que no conocía de antes. Desde hace meses mi papá ya no hace más fiestas en el jardín y, por lo pronto, hemos dicho en la escuela que estoy enferma. Hasta hace poco podía recibir visitas de amigas, pero ahora, como una yegua con mi nombre sale en televisión a cada rato, no puedo ni contar con eso. El viejo no ha podido soportar la “afrenta”; yo solo le oí hablar del tema una vez, y le llamó “afrenta”. Ahora bien, yo soy la que debe decidir si todo esto es una afrenta o no. Con Daniela nos reímos mucho sobre eso, ella fue la última que me visitó. Cuando vino, nos robamos una botella de whisky de la sala y nos emborrachamos en la terraza y nos besamos y nos lamimos los pezones. Al otro día las dos tuvimos que vomitar, Mar se puso histérica y amenazó con delatarnos. Daniela no dijo una palabra en todo el día y desde entonces no la he vuelto a ver, ni a ninguna otra amiga. De vez en cuando nos llamamos por teléfono o nos mandamos cosas, pero no más.
Durante el día mi papá recibe gente en su oficina. Qué quieren, no lo sé. También son cosas de las que preferiría no informarme. Solo sé que, por lo general, se trata de hombres pegajosos o panzones. Pero hace unos días estuvo acá Silvio Fórster, ese sí es bello. Su papá, si entendí bien, está enfermo de muerte y no demora en estirar la pata. Hace menos de una semana, cuando estuvimos en su casa en Cuernavaca, el viejo se veía de lo más saludable, incluso hasta bailó en la fiesta de cumpleaños de Silvio. Ahora se está muriendo y su hijo se encarga de los negocios de la familia. Desde que llegó, mi papá y él pasaron todo el día en la sala de reuniones. Mi papá tenía que ir al rancho de don Antonio por la tarde, pero Fórster hijo se quedó acá. Se acomodó en el jardín entre dos árboles de níspero y empezó a leer un libro. Mientras, Mar estaba preparando la cena y me pidió que le preguntara a la visita si quería un aperitivo. Yo iba por el jardín, los últimos rayos de sol brillaban por entre las copas de los árboles. Silvio, al verme venir, cerró el libro y lo apoyó en sus piernas. “La muchacha manda preguntar si quieres tomarte un aperitivo.” Me miró desde abajo con sus ojos azul plata y sonrió: “Gracias.” Con la nariz señaló a los árboles de níspero: “¿Qué tipo de fruta se da en esos árboles?” – “Pues mi papá les dice ‘nísperos’.” – “Ah, ¡entonces son nísperos!” Yo asentí: Eran nísperos. “¿Y por qué te sorprendes tanto?” Él me señaló la cubierta de su libro. Sobre la portada salía un árbol del que colgaban globitos terráqueos como si fueran frutas. The Worlds Within, de un tal R. Goldman. Se veía como esoterismo del más barato. “Estoy leyendo ahora sobre nísperos, más precisamente sobre una leyenda japonesa; según esta, todo níspero contiene un mundo como el nuestro. En cada níspero se replica nuestro mundo; en ese mundo hay también árboles de níspero, en los que crecen otros mundos, y así sucesivamente.” Yo ni sé qué tan en serio Silvio se tomaba esa leyenda japonesa. Pero sentido del humor sí tenía. “Entonces, si ahora agarro un níspero de este árbol”, me estiré y agarré un níspero que todavía no estaba maduro, pero sí era comestible, “y después me lo como, ¿nos estoy tragando a nosotros?” Silvio se encogió de hombros. “Claro.” Yo mordí el níspero verde, él torció la cara. “Pero no es que solo estemos una vez. Estamos dos veces, mil veces. Estamos en cada níspero. Pero siempre distinto.” Tuve que masticar despacio, la pulpa estaba dura. “¡Vivi!” Mar se paró en la terraza y gritó: “¡Vivi!” – “¡Ya voy!” Silvio guiñó el ojo, “ve nomás”.
“¿Y el joven sí quiere un aperitivo o no?”, preguntó Mar, con las manos en las caderas. En sus ojos se entreveían reclamos, o quizá algo distinto, envidia o terca vergüenza. “Mar, tú no eres mi mamá.” – “Ay niña, no me vengas con escenas. Te pedí solamente que le preguntaras al joven si quería algo de tomar.” – “Él no quiere nada.” Caminé con paso firme por la cocina y cerré la puerta con fuerza. En el pasillo nos chocamos con Luisito. ¿Pero qué es lo que busca toda esta gente en la casa? “¡Perdone señorita!” Me miró asustado, como un animal temiendo por su vida. “Fíjate por dónde andas, ¡sonso!”
Me encerré en mi recámara hasta la hora de la cena. Estuve hojeando entre los álbumes viejos donde salen fotos de mi mamá y entre los cuadernos de poemas donde transcribo en verso mis pensamientos. La mayoría son vergonzosas, pero de vez en cuando salen cosas maduras. Dos semanas después de la muerte de mi mamá escribí estas líneas: “La sangre ardía / el jefe mandó a cortar el cuerpo en trozos / rocié una flor de pensamientos cenizos con mi orina / con piedras.” Quedó algo confuso, pero no es mala poesía para alguien de catorce años. Por lo demás, mis textos suelen ser casi siempre sobre amor, odio y otros sentimientos inferiores. Así transcurrió la tarde, hasta que golpearon a mi puerta. Era Mar, que me llamaba a comer.
Era obvio que mi papá estaba preocupado o que algo no le encajaba. Tal vez se imaginaba que Fórster andaba detrás mío, no se podía descartar que Mar le hubiera llenado la cabeza de pendejadas. Mientras comíamos habló muy poco y le cedió a Fórster el papel del animador. Él habló de ciudades fantasmas en Estados Unidos dónde había vivido hasta hace poco, y del alto desempleo; luego habló del papá de su papá, Nikolai, que a los 25 años había migrado de Europa Oriental a Estados Unidos y de ahí para México. Era un relato lleno de saltos, inconsistente, y mi papá tampoco le prestaba mucha atención. En contra de su costumbre, no comió gran cosa; apenas hurgó en su filete y dejó la mitad sobre plato. Después de la cena ambos se fueron a la sala de fumadores y yo me despedí. Silvio me dio las buenas noches y me preguntó si de pronto al desayuno, antes de que él se fuera, alcanzaríamos a vernos. Yo le dije “sí, nos vemos al desayuno” y le di las buenas noches a mi papá. Él no contestó, sino que prendió el cigarro e exhaló una calavera.
Durante la noche me despertó el ruido de coche parado en frente de la casa. La caja de cambios estaba en neutro, parecía, y los hombres se gritaban cosas. Me levanté con el corazón en la mano y fui a hurtadillas hasta el pasillo; seguí por un cuarto de huéspedes vacío y miré hacia el patio por la ventana. Afuera había una camioneta, dos hombres montaban algo pesado en el platón. De un momento a otro apareció mi papá y platicó con uno de los dos. La cara se me hizo conocida, pero no estoy segura de si era Luisito o no. Él se montó al coche junto con el hombre espigado y ambos se fueron. Después no pude dormir más.
Cuando Mar me llamó a desayunar, yo tenía un dolor de cabeza espantoso. Me bañé despacio. De todas formas yo fui la primera en la terraza; esto me sorprendió, pues si algo bueno tiene mi papá es que él es muy puntual, y eso no se le niega. Que Fórster se haya quedado dormido era fácil de imaginar. Pero que mi papá llegue tarde, por más que hubiera estado despierto hasta la madrugada, eso sí era raro. Tomé una rebanada de pan, le puse un poco de queso y le unté mermelada de níspero. Mar trajo el café. “¿Dónde está papá?” – “Viene ahorita. Todavía está hablando por teléfono” – “¿Y Fórster?” – “¿Fórster? Él se fue hace rato.” – “Pero él quería desayunar acá.” Mar negó con el dedo. “Ese se fue a lo suyo. La cabra siempre tira al monte.” Ella sirvió el café y se fue. Me quedé mirando la rebanada de pan mordida sobre el plato. Como después de media hora mi papá seguía sin salir, me paré y me acomodé en el jardín bajo una acacia. Durante todo el día resonó en mis oídos el eco de “la cabra siempre tira al monte, la cabra siempre tira al monte”; durante todo el día fue imposible comer o tomar cualquier cosa. Por la noche me encontré en la sala con el libro de Silvio, The Worlds Within, y pensé que mi cabeza iba a explotar. Tuve que rogarle a Mar que me diera un par de pastillas, aunque realmente habría necesitado doscientas. A pesar del dolor de cabeza intenté leer el libro, pero no podía conectar entre frase y frase. Fue imposible dormir en toda la noche; tal vez estuve entredormida durante una hora, tal vez una media hora o simplemente nada. Ahora ya hay demasiada luz como para poder dormir. Abajo, en el jardín, el jardinero apoya un recogedor de hojas en un chopo. Saca un cigarro del bolsillo del pecho de su overol y lo prende. Deambula lentamente junto a la piscina y fuma. Con el dedo meñique podría empujarlo al agua. A lo lejos las montañas se desdibujan entre las brasas del desierto. Hoy hará un calor insoportable.
La residencia
(Polonia)
Luz de neón bañaba la oficina. Błaszczykowski hojeaba una carpeta de expedientes sentado en su escritorio. En un punto se detuvo y abrió los aros metálicos. Tomó un montón de papeles grapados: El expediente Palański. Błaszczykowski le echó una ojeada, tomó una hoja de papel del escritorio y la grapó al expediente. Se trataba de una copia del certificado de defunción de Antoni Palański, con el sello “original adjunto”. Para Błaszczykowski era algo cotidiano sellar y encuadernar certificados similares. Especialmente en los últimos meses había repetido bastante este procedimiento: casi una generación completa había sido aniquilada en un corto período. La mayoría morían ya seniles, pero de vez en cuando ocurrían caídas y accidentes a la suma evitable; como, por ejemplo, el caso de la Señora Podgórna, quien unos pocos días antes de cumplir los cien años –quizás a causa de unas baldosas mojadas– se resbaló en el baño, con tan mala suerte que su cabeza se estrelló contra el suelo, y murió en el acto. La muerte del viejo Młynarczyk, quien desde hace años sufría de alzhéimer, también podría haberse impedido. Lo encontraron una madrugada completamente desnudo en un campo de avena no lejos de la residencia. Aparentemente había abandonado el complejo en un instante de confusión mental sin que los enfermeros se percataran. Él debió haber errado durante horas por entre los prados hasta que finalmente, en la mitad de la nada, se desplomó y congeló. Błaszczykowski, buscando evitar accidentes similares en un futuro, convocó a los enfermeros inmediatamente después de la muerte de Młynarczyk y les exigió mayor vigilancia. De ahora en adelante, ordenó, la puerta debería cerrarse con llave a las siete en punto de la noche y solo podría abrirse después las seis de la mañana. Incluso, a pesar de estas medidas, murió también el viejo Palański en circunstancias muy desafortunadas. Su propia bufanda, que por alguna extraña razón se había enredado en el ascensor de las comidas, resultó estrangulándolo. Como Palański no tenía más parientes –y su muerte no pareció interesarle a ninguno de los pacientes–, se abstuvieron de adelantar pesquisas sobre su fallecimiento y se conformaron con rotularlo como un caso más de mala suerte.
Błaszczykowski hojeaba entre documentos estropeados y amarillentos. Entre estos encontró una fotocopia del carnet de identidad de Palański, expedido en julio de 1948. Él debió haber sido un joven apuesto, con ese pelo oscuro y su bigote de gitano. Błaszczykowski reintrodujo la carpeta en el estante de la pared correspondiente. Antes de salir, se inclinó sobre su escritorio y volvió a revisar el tablero de ajedrez. No lo pensó mucho: tomó el peón del alfil de la dama y avanzó dos estaques. Un movimiento defensivo. Últimamente Błaszczykowski había jugado con demasiada cautela; solía preferir las fichas negras y defender a la siciliana. Tomó el abrigo del perchero y abandonó la oficina.
Los pasos de Błaszczykowski resonaron por el pasillo, el espacio vacío se abría ante él como un abismo. Los ancianos dormían, posiblemente dormía también el personal encargado del turno de la noche. Llegó hasta la puerta principal y, cuando se detuvo, se hizo silencio en el corredor. Błaszczykowski introdujo la llave en la cerradura, pero, justo cuando estaba girándola para poner seguro, percibió un grito. Se quedó quieto, oyó atento en el vacío. Cuando ya había decidido que debía tratarse de una alucinación, restalló una risa ahogada que, sin duda, provenía del comedor. Błaszczykowski sacó la llave de la cerradura y corrió directo al comedor. Las risas atronadoras retumbaban una y otra vez por el pasillo. Siguieron sonando hasta que Błaszczykowski entró de golpe al comedor. La bulla se detuvo; la risa de las enfermeras se congeló en sus rostros. Estaban sentadas en una mesa en torno a Sgarby, el único hombre del grupo. Una de ellas, asustada, lanzó un grito entrecortado; todos, menos Konopka, que indignada mantenía sus ojos clavados en los del director, miraban avergonzados hacia la mesa o sus regazos. Al parecer, Błaszczykowski había sorprendido al grupo mientras veía un video en el celular de Sgarby. Este último, no sin torpeza, había intentado esconder el aparato en el bolsillo de su pantalón, pero en ésas había olvidado detener la reproducción. Ocasionalmente tronaban ruidos estridentes en el bolsillo de Sgarby; bien podrían ser los bramidos de un buey torturado o los gritos jubilosos de unos hinchas de fútbol. “Ustedes saben bien que el reposo nocturno debe mantenerse”, dijo Błaszczykowski. Sgarby asintió de mala gana. Una enfermera murmuró “lo sentimos mucho señor director, esto no va a volver a pasar”, pero Błaszczykowski no replicó nada. Solo después, cuando la gritería en el bolsillo de Sgarby se había detenido callado, contestó el director, a quien no pareció ocurrírsele algo más oportuno: “Eso espero”. Él terminó la ronda con mirada castrense. Todos, menos Konopka, quien seguía callada y viendo fijamente al director, mantenían la cabeza hundida, como niños que agachan la mirada ante un sermón inevitable. Błaszczykowski detuvo su exhortación al cumplimiento del reposo nocturno y añadió, en vez de algo brusco o amenazante, un “buenas noches” de lo más amable.
Błaszczykowski manejaba con la ventana abajo por entre la noche templada de septiembre. Del radio llegaba un estribillo, y él tarareaba, “vuelve acá, vuelve a mí”, una canción de los años cincuenta recién desfigurada en una nueva versión. Un sabor a bilis persistía en su lengua; el pegajoso de Sgarby y las reuniones nocturnas de las enfermeras no se le iban de la mente. Por razones económicas, la residencia había tenido que contratar últimamente a gente con pésima formación, chusma pueblerina a toda regla. Sgarby, con esa cara sin nariz. Con esa jeta que hizo, incitante, ya merecía una reprimenda más fuerte. Błaszczykowski debería haber amenazado con consecuencias, con suspensiones, este caso era una clara violación al reglamento interno. Sí, debió haber tomado medidas más fuertes, más aún teniendo en cuenta los últimos decesos; estas muertes se debían por lo menos en parte a la negligencia del personal y bien podrían desencadenar problemas serios para la residencia. Pero ¿qué se creía esta gente? Los del turno de la noche, en vez de cumplir con su deber, se reunían en torno a ese charlatán y se divertían con cualquier video. Y quién sabe qué más no harían en su ausencia: Ese Sgarby –Błaszczykowski no lo dudaba – era capaz de mucho más.
¡Hijo de puta! Błaszczykowski detuvo el auto con un frenazo. Apagó el motor. La voz de la radio repetía el estribillo, “vuelve acá, vuelve a mí”. El original era incomparablemente más bello que esta nueva versión. Błaszczykowski prendió un cigarrillo. Capaz que ese regaño a medio a hacer fue material de burla entre los enfermeros. Debieron haberse muerto de risa después de que él salió. Tuvo que haber sido más estricto. En el fondo él, con esa delicadeza exagerada, había incumplido a sus funciones de director, casi tanto como los enfermeros a las suyas. También él tenía fallas por enmendar. Como primera medida, debía iniciar procesos disciplinarios, si no contra todos, al menos contra ese pendenciero de Sgarby. Y a Konopka podría instaurarle hasta dos procesos: Uno a ella, como persona, y otro a esa mirada matrera. ¿Qué tal esa desfachatez: quedársele mirando a uno con esos ojos transparentes? ¡Loca de mierda! Mañana temprano debía citar a los dos al despacho. Y ahí se vería qué tan larga resultaría la suspensión, pues era bien claro que el castigo mínimo sería una suspensión. Błaszczykowski golpeó el volante con la palma de la mano y lanzó un “¡sí!” enérgico. Pero ahí cayó en cuenta de que el cambio de turno tendría lugar a las seis y media y que por eso, cuando él entrara a trabajar a las ocho, no podría apretarle las tuercas a Sgarby ni a Konopka. Miró hacia delante, a la oscuridad. “Pues entonces ya mismo.” Botó la colilla por la ventana y prendió el motor; dio la vuelta haciendo rechinar las llantas y aceleró de regreso por el mismo camino.
Błaszczykowski estacionó a poca distancia de la residencia y siguió por entre un camino pisoteado hasta el ala oriental del terreno. Llegó al jardín de la residencia después de saltar por sobre una cerca carcomida y avanzó a hurtadillas hasta la puerta trasera, que se abrió chirriando. Tenía la certeza de que iba a volver a sorprender en flagrante a los enfermeros, quienes de seguro se creían a salvo en su ausencia. En el pasillo que llevaba al comedor reinaba un silencio de muerte. Nada de risas, nada de chillidos, no se percibía nada; sin embargo, Błaszczykowski no dudaba ni por segundo que las enfermeras seguían reunidas alrededor de Sgarby. Se mantuvo un largo rato frente a la puerta del comedor, aguzó el oído. Pasó el tiempo y no oyó nada; abrió la puerta con cuidado. Nada. Oscuridad total. Błaszczykowski palpó en la pared hasta encontrar el interruptor y prendió la luz. El lugar estaba vacío. Tal vez ahora sí se están comportando, alcanzó a pensar, aunque no persistió en la idea. Un estampido súbito, retumbando por todo el pasillo, confirmó su sospecha. Después de unos segundos siguió un estruendo, luego un chillido. Błaszczykowski sentía su propio pulso, palpitando. Se afanó a través del pasillo; conforme avanzaba el ruido crecía. En un rincón, al final del corredor, vislumbró la entrada al baño. La luz ardía allí. Błaszczykowski se quedó inmóvil. Oyó un gemido y un estertor ronco. Apoyó la espalda en la pared y se acercó con cuidado hasta la puerta del baño. Se detuvo bajo el umbral de la puerta abierta y, con el corazón latiéndole en la garganta, atisbó hacia la habitación de baldosas blancas. En una esquina vio a dos enfermeras de espaldas. Cuando una de las dos se inclinó hacia adelante, Błaszczykowski reconoció a Sgarby, quien sostenía el celular con ambas manos y filmaba lo sucedido en el suelo. Una curiosidad pérfida alentó a Błaszczykowski: avanzó un paso en la habitación y quiso ver qué capturaba la cámara de Sgarby. Lo allí visto le impresionó tanto que perdió el equilibrio; de no agarrarse por reflejo a un tubo del agua habría caído al suelo. Un hombre mayor, Nieszpułka, estaba acurrucado en el suelo, completamente desnudo y con la cara nadando en sangre. Una enfermera, sin dejar de bufar por entre los dientes, parecía hurgar con un alicate a través de una herida en su bajo vientre; mientras, otras dos enfermeras se ocupaban de untarle la cabeza con heces. Sgarby, parado a poca distancia, apuntaba con la cámara del celular a esta violencia indescriptible sin siquiera pestañear. El anciano resollaba despacio, silencioso, o al menos así lo creyó Błaszczykowski. Sus rodillas temblaban, el tubo de agua parecía doblarse entre sus manos como si fuera de caucho. Lo que se presentaba ante sus ojos estaba lejos de poderse resolver con suspensiones o medidas disciplinarias: este era un caso para la policía. Błaszczykowski buscó su celular a tientas en el bolsillo del pantalón. Luego sintió un único crujido metálico que le reventó el occipital como si fuera de hielo.
Toma de pantalla del tráiler de la novela, realizado por Mário Gomes
Dsiponible en: https://vimeo.com/196414560
Más información sobre la novela:
https://www.diaphanes.net/titel/berge-quallen-3420