Pobres de clase media alta
Juan Rodríguez Pira



Publicado originalmente en Días temáticos

Imágenes: Jonathan Chaparro. Los ojos de la Casa, 2020. Intervención en fachada de casa del sur occidente de Bogotá, Colombia.



Este es un aparte de Hablemos de plata, una novela en la que trabajo hace unos años. Lo sugerí para Días Temáticos, pues creo que va bien con su manera de presentar libros y crear comunidad. De la novela solo importa saber que narra los años recientes de Soler, un amigo que conocí estudiando economía en los Andes, y que busca explicar cómo él se ha venido quitando su mentalidad economicista.





Soler vio y vivió las clases sociales bogotanas desde siempre. Él, mucho antes que otros amigos del colegio, o del barrio, supo a qué clase pertenecía.

Pero, si le pregunto sobre el clasismo bogotano, él no tiene claro cuándo entró a él. Supone que sucedió en la niñez o, a más tardar, en la pubertad. Pero no está seguro.


El camino a Wigan Pier, de George Orwell, nos ha hecho reflexionar sobre nuestros clasismos.

Hablo de nosotros, pues le regalé un ejemplar a Soler y resultó leyéndolo. Él no siempre lee lo que uno le regala, pero esta vez sí le sonó, supongo, por lo que él ya conocía de Orwell. Cuando estábamos en la universidad, el profesor de Macro 3 citaba a Rebelión en la granja para desacreditar el comunismo; 1984 hacía parte del canon estudiantil y, además, alguien había pegado un aviso que decía “Big Brother is watching you” bajo el retrato de Joseph Schumpeter en la biblioteca del CEDE.


La descripción de Orwell sobre su formación en la clase media nos llegó hondo, pues él, al hablar de su Inglaterra, de principios de siglo XX, nos estaba hablando de nuestra clase media en Bogotá, de finales del XX.

Orwell describió el esnobismo, el clasismo y las mañas de la clase media que conoció mientras crecía y nos hizo caer en cuenta a Soler y a mí de que muchas cosas siguen sin cambiar. La misma respetabilidad, los mismos juicios y las mismas taras.

Orwell describió su adolescencia, sus errores y su inmersión en el clasismo de su sociedad y, al hacerlo, resulta contando la historia de Soler, la mía y la de mucha más gente.


Soler, al igual que yo, al igual que Orwell, era el pobre de la clase media alta.

Nosotros éramos el muro (o el vidrio, dice Orwell) que estaba ahí para atizar y marcar diferencias entre clases, para reprobar todo lo hecho por la clase trabajadora y reteñir la raya separadora. Como estábamos más cerca de la clase trabajadora (y en el caso bogotano, muchos proveníamos de ella y manteníamos muchas de sus costumbres en casa), nosotros exagerábamos e inventábamos cualquier diferencia entre clases con tal de creernos mejores.

Por eso mismo, y por oposiciones inventadas o falacias ramplonas, todo lo relacionado con las clases populares era de mal gusto para púberes tontos como nosotros. Y también era feo, torpe, bruto, zafio, hediondo y mal hecho.


En Bogotá hay un método mezquino para marcar diferencias de clase. No me gusta hablar de eso; me avergüenza.

En mi ciudad, según el barrio en el que uno viva, uno pertenece a un estrato social. Sí, así como lo oyó. Estrato social. Esto de los estratos, de las capas, es nuestra manera de burocratizar las castas. De segregar, pues.

Según el DANE, el Departamento Administrativo Nacional de Estadística, “[l]os estratos socioeconómicos en los que se pueden clasificar las viviendas y/o los predios son 6, denominados así:


  1. Bajo-bajo;
  2. Bajo;
  3. Medio-bajo;
  4. Medio;
  5. Medio-alto;
  6. Alto”.

Por eso, gracias a decisiones gubernamentales, las clases sociales están asociadas a estratos y números en Bogotá.


Alguna gente dice que este sello, esta marca de estrato, ayuda a distribuir subsidios con eficiencia.

Sin embargo, si bien es necesario subsidiar a alguna gente y cobrarle más a otra, eso no justifica que la ciudad se parcele así. Esa información podría recopilarse y organizarse de otra manera (como se hace en otros países), pero sin necesidad de cortar el espacio y marcar fronteras en calles, zonas o puntos cardinales.

Solo las personas que padecen la estratificación saben que ella dificulta la movilidad social y limita la libertad de ser.


El barrio de Soler tenía la escarapela de estrato 4; el mío, también.

En nuestros colegios había alguna gente que vivía en zonas de estrato 3 o 6 o 2, pero la mayoría habíamos sido marcadas con el 4, seguidas de aquellas con el 5.

Y, en los Andes, Soler y yo pertenecíamos a la cota inferior; la mayoría vivía en zonas señaladas como 6 o 5.


Pero volvamos a Orwell.

Él hablaba de su pubertad, de sus violencias, y, al hacerlo, nos hizo recordar las que vivimos. El clasismo grupal, las pruebas constantes. Todo estaba en su libro. A veces parece que él solo hablara de Bogotá, de sus colegios o sus barrios.


El camino a Wigan Pier nos hizo recordar los cuidados al hablar y al existir que nos inocularon.

Cuando éramos adolescentes nos decían que la gente de clases populares, allá en la calle o en nuestra casa, no sabía comer ni comportarse en sociedad. Abundaban los chistes donde se condenaba a gente sin plata, donde se decía que no tiene gusto o su cerebro es corto.

También se nos dijo que esa gente apestaba y era cochina, que su cuerpo y piel estaban hechos de algo peor:


grasa, pelos y raza, pecueca,

manchas o caspa,

chucha, cochambre y tufo.


Nos enseñaron a estirar la jetica al tomar de una botella y, también, a protegernos de las partículas de vulgarina que podrían invadirnos al tomar del mismo vaso que un pobre.


Orwell describió también las penurias y esfuerzos de la clase media para persistir en su mentira y defender la trinchera; describió las aspiraciones y padeceres de las personas que nos creímos ese cuentazo y pensábamos que muchas cosas nuestras hedían o espantaban; describió cómo mucha gente creció sintiendo que una parte de sí misma y de su sociedad era fea, descachada o insuficiente.


Recordar cómo aprendimos y asimilamos los clasismos nos sirve, de pronto, para identificarlos y desmontarlos.


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